Amigos espero comentarios que alguna vez sus abuelos le contaron, esas historias que no fueron escritas, no de esas que encontramos en internet, pero que son fantasticas.

Aprovechemos que algunos de ellos todavía quedan vivos, pregúntenle a sus abuelos historias y echos que sus padres le contaron a ellos, antes de que esas anécdotas queden perdidas en en el olvido.

Por favor envien a nachossj@gmail.com y construyamos la historia

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jueves, 29 de noviembre de 2007

Respaldo del Congreso y pueblo colombiano a pueblo paraguayo

José María Rosa señala que si bien el ejército brasileño había ocupado Asunción en enero de 1869 e impuesto a través del marqués de Caxias un triunvirato integrado por Rivarola, Lóizaga y Bedoya, los estados americanos reconocieron como legítimo al gobierno de López. Vale señalar como ejemplo el decreto estipulado por el Congreso de Colombia el 27 de julio de 1869: Art. 1º- El Congreso de Colombia admira la resistencia patriótica y heroica opuesta por el pueblo de Paraguay a los aliados que combinaron sus fuerzas y recursos poderosos para avasallar a esa república, débil por el número de sus ciudadanos y por la extensión de sus elementos materiales, pero tan respetable por el vigor de su sentimiento y acción, que todo lo que hay de noble en el mundo contempla su grandeza, lamenta su desgracia y le ofrenda vivas simpatías.
Art. 2º- El Congreso de Colombia participa del dolor de los paraguayos amigos de su patria por la muerte del mariscal Francisco Solano López, cuyo valor y perseverancia indomables, puestos al servicio de la independencia del Paraguay, le han dado lugar distinguido entre los héroes, y hacen su memoria digna de ser recomendada a las generaciones futuras.

martes, 27 de noviembre de 2007

Nota publicada en el diario clarin el 25 de noviembre de 2007

La del Paraguay, llamada por Alberdi de la "Triple Infamia" (por la alianza de Argentina, Brasil y Uruguay), fue la primera guerra del Estado nacional unificado tras la derrota del interior en Pavón. Se extendió de 1865 a 1870.

La historia autodenominada "seria" nos enseñó que el Paraguay era tierra de atraso gobernada por dictadores y que lo mejor que le podía pasar al Paraguay era la cruzada civilizadora de sus vecinos . Uno de los "civilizadores", Brasil, era el último imperio esclavista de América, gobernado por una dinastía coronada. En el Paraguay no había un solo esclavo, en Brasil había dos millones.

El otro civilizador, la Argentina, estaba gobernado por un poder impuesto por el puerto al resto del país mediante la violencia . Nadie votaba libremente en la Argentina de los años sesenta del siglo XIX. La mayoría de la población no accedía a la educación elemental y estaba muy por debajo de los niveles básicos de subsistencia.

El Paraguay constituía un modesto intento por conformar un capitalismo de Estado. Comparado con los de sus poderosos vecinos, los logros del Paraguay eran notables.

Hasta 1865 el gobierno paraguayo, bajo Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano López, construyó astilleros, fábricas metalúrgicas, ferrocarriles y líneas telegráficas. El Paraguay era la única nación de América latina que no tenía deuda externa.

En Ibicuy se construyó una de las primeras acerías y fundiciones de América latina bajo la dirección del ingeniero inglés John William Whitehead. Se tendieron líneas telegráficas entre Asunción y Paso de la Patria, dirigidas por el ingeniero alemán Roberto von Fisher Trevenfeldt, y se construyó el ferrocarril que unía la capital con Trinidad. (1)

Desde la época de Gaspar Rodríguez de Francia, el Paraguay no se cansaba de pedirles a los "liberales" de Buenos Aires "la libertad del Río de la Plata, el Paraná, el Uruguay y el Paraguay como vías internacionales" sin obtener ningún resultado.

Al Paraguay lo fueron encerrando y así se fue consolidando un modelo proteccionista donde el Estado tomó un rol protagónico.

Nadie quería ir a pelear contra el Paraguay. Para los hombres del interior estaba claro que se trataba de una guerra fratricida. Ante la oposición generalizada, el gobierno de Mitre decidió lanzar una violenta represión y obligar a los díscolos a incorporarse al ejército como fuera. León Pomer publica en su libro sobre la guerra un recibo extendido por un herrero catamarqueño: "Recibí del gobierno de Catamarca 40 pesos bolivianos por la construcción de 200 grillos para los voluntarios (sic) catamarqueños que marchan a la guerra contra el Paraguay". (2) Así marchaban los soldados argentinos al frente, esposados, encadenados, absolutamente contra su voluntad.

Mitre había hecho un pronóstico demasiado optimista sobre la guerra: "En 24 horas en los cuarteles, en 15 días en campaña, en 3 meses en la Asunción". Lo cierto es que la guerra duró casi cinco años, le costó al país más de 500 millones de pesos y 50.000 muertos. Benefició a comerciantes y ganaderos porteños y entrerrianos cercanos al poder, que hicieron negocios abasteciendo a los ejércitos aliados.

Al pueblo paraguayo le fue quedando claro que su supervivencia dependía del resultado de la guerra, que se prolongará hasta marzo de 1870 por su heroica resistencia. Francisco Solano López con lo que quedaba de su ejército, su inseparable compañera, Elisa Lynch, y sus cuatro hijos, llegó a Cerro Corá el 14 de febrero de 1870.

Su ejército estaba compuesto mayoritariamente por niños y mujeres, y tenía el jefe de estado mayor más joven de la historia, su hijo Panchito, de sólo 14 años. Al mediodía del 1ø de marzo, las tropas brasileñas llegaron al lugar. La lucha era demasiado desigual y la batalla duró poco.

López, al frente de lo que quedaba de su heroico pueblo, fue herido de un lanzazo. Le ordenó a Panchito proteger a su madre y sus hermanos. Varios soldados se abalanzaron sobre el hombre más buscado por la Triple Alianza. Nadie quería perderse las 100.000 libras que los "civilizadores" ofrecían por la cabeza del mariscal.

El presidente paraguayo se defendió como un tigre y mató a varios de sus atacantes. El general Cámara, a cargo del pelotón atacante, lo intimó a que se rindiera y le garantizó su vida. Pero a López ya no le importaba sino su dignidad. Siguió peleando, bañado en sangre, hasta que Cámara ordenó que lo mataran. Un disparo le atravesó el corazón.

Los soldados atacaron los carruajes que trataban de huir. Panchito montó guardia frente al que ocupaban sus hermanos y su madre. Los brasileños le preguntaron si allí estaban la "querida" de López y sus bastardos. Panchito defendió el honor nacional y familiar y fue fusilado en el acto.

A Elisa Lynch le tocó dar la última batalla de esta guerra miserable. Con su enorme dignidad, descendió de su carro, cargó el cadáver de su hijo y buscó el de su marido. Cavó con sus manos una fosa y enterró los dos cuerpos y parte de su vida.

El Paraguay había quedado destrozado, diezmada su población, que pasó de unos 500.000 habitantes a 116.351 (3), de los cuales sólo el 10% eran hombres en edad de trabajar y el resto, viejos, mujeres y niños.

Alberdi hacía su propio balance de la guerra: "la destrucción de los telégrafos, de los vapores, de los ferrocarriles, del gobierno que dotó a Paraguay de esas cosas, de su población de más de un millón de habitantes, los mismos de que ha sido despoblado, libertándolo de López, que no le dejó deuda, para dejarlo en feudo o hipoteca del Brasil y del Stock Exchange (4) sus acreedores actuales por más millones de pesos fuertes que los que vale todo el Paraguay" (5).

Un documento reservado dirigido por el marqués de Caxias al emperador del Brasil nos informa que "el ge neral Mitre está resignado de lleno y sin reserva a mis órdenes; él hace cuanto yo le indico, como ha estado muy de acuerdo conmigo, en todo aun en cuanto a que los cadáveres coléricos se arrojen a las aguas del Paraná (...). El general Mitre está también convencido que deben exterminarse los restos de las fuerzas argentinas que aún le quedan, pues de ellas no divisa sino peligros para su persona". (6)

Al terminar la guerra, en un rapto de sinceridad, Mitre declaró: "En la guerra del Paraguay ha triunfado no sólo la República Argentina sino también los grandes principios del libre cambio". (7)

Felipe Pigna. Historiador

viernes, 23 de noviembre de 2007

LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA CONTRA EL PARAGUAY ANIQUILÓ LA ÚNICA EXPERIENCIA EXITOSA DE DESARROLLO INDEPENDIENTE

El hombre viajaba a mi lado, silencioso. Su perfil, nariz afilada, altos pómulos, se recortaba contra la fuerte luz del mediodía. Ibamos rumbo a Asunción, desde la frontera del sur, en un ómnibus para veinte personas que contenía, no sé cómo, cincuenta. Al cabo de unas horas, hicimos un alto. Nos sentamos en un patio abierto, a la sombra de un árbol de hojas carnosas. A nuestros ojos, se abría el brillo enceguecedor de la vasta, despoblada, intacta tierra roja: de horizonte a horizonte, nada perturba la transparencia del aire en Paraguay. Fumamos. Mi compañero, campesino de habla guaraní, enhebró algunas palabras tristes en castellano. «Los paraguayos somos pobres y pocos», me dijo. Me explicó que había bajado a Encarnación a buscar trabajo pero no había encontrado. Apenas si había podido reunir unos pesos para el pasaje de vuelta. Años atrás, de muchacho, había tentado fortuna en Buenos Aires y en el sur de Brasil. Ahora venía la cosecha del algodón y muchos braceros paraguayos marchaban, como todos los años, rumbo a tierras argentinas. «Pero yo ya tengo sesenta y tres años. Mi corazón ya no soporta las demasiadas gentes.»

Suman medio millón los paraguayos que han abandonado la patria, definitivamente, en los últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los habitantes del país que era, hasta hace un siglo, el más avanzado de América del Sur. Paraguay tiene ahora una población que apenas duplica a la que por entonces tenía y es, con Bolivia, uno de los dos países sudamericanos más pobres y atrasados. Los paraguayos sufren la herencia de una guerra de exterminio que se incorporó a la historia de América Latina como su capítulo más infame. Se llamó la Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Argentina y Uruguay tuvieron a su cargo el genocidio. No dejaron piedra sobre piedra ni habitantes varones entre los escombros. Aunque Inglaterra no participó directamente en la horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus industriales quienes resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue financiada, de principio a fin, por el Banco de Londres, la casa Baring Brothers y la banca Rothschild, en empréstitos con, intereses leoninos que hipotecaron la suerte de los países vencedores".

Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América Latina: la única nación que el capital extranjero no había deformado. El largo gobierno de mano de hierro del dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814–1840) había incubado, en la matriz del aislamiento, un desarrollo económico autónomo y sostenido. El Estado, omnipotente, paternalista, ocupaba el lugar de una burguesía nacional que no existía, en la tarea de organizar la nación y orientar sus recursos y su destino. Francia se había apoyado en las masas campesinas para aplastar la oligarquía paraguaya y había, conquistado la paz interior tendiendo un estricto cordón sanitario frente a los restantes países del antiguo virreinato del Río de la Plata. Las expropiaciones, los destierros, las prisiones, las persecuciones y las multas no habían servido de instrumentos para la consolidación del dominio interno de los terratenientes y los comerciantes sino que, por el contrario, habían sido utilizados para su destrucción. No existían, ni nacerían más tarde, las libertades políticas y el derecho de oposición, pero en aquella etapa histórica sólo los nostálgicos de los privilegios perdidos sufrían la falta de democracia. No había grandes fortunas privadas cuando Francia murió, y Paraguay era el único país de América Latina que no tenía mendigos, hambrientos ni ladrones; los viajeros de la época encontraban allí un oasis de tranquilidad en medio de las demás comarcas convulsionadas por las guerras continuas. El agente norteamericano Hopkins informaba en 1845 a su gobierno que en Paraguay «no hay niño que no sepa leer y escribir...» Era también el único país que no vivía con la mirada clavada al otro lado del mar. El comercio exterior no constituía el eje de la vida nacional; la doctrina liberal, expresión ideológica de la articulación mundial de los mercados, carecía de respuestas para los desafíos que Paraguay, obligado a crecer hacia dentro por su aislamiento mediterráneo, se estaba planteando desde principios de siglo. El exterminio de la oligarquía hizo posible la concentración de los resortes económicos fundamentales en manos del Estado, para llevar adelante esta política autárquica de desarrollo dentro de fronteras.

Los posteriores gobiernos de Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano continuaron y vitalizaron la tarea. La economía estaba en pleno crecimiento. Cuando los invasores aparecieron en el horizonte, en 1865, Paraguay contaba con una línea de telégrafos, un ferrocarril y una buena cantidad de fábricas de materiales de construcción, tejidos, lienzos, ponchos, papel y tinta, loza y pólvora. Doscientos técnicos extranjeros, muy bien pagados por el Estado, prestaban su colaboración decisiva. Desde 1850, la fundición de Ibycui fabricaba cañones, morteros y balas de todos los calibres; en el arsenal de Asunción se producían cañones de bronce, obuses y balas. La siderurgia nacional, como todas las demás actividades económicas esenciales, estaba en manos del Estado. El país contaba con una flota mercante nacional, y habían sido construidos en el astillero de Asunción varios de los buques que ostentaban el pabellón paraguayo a lo largo del Paraná o a través del Atlántico y el Mediterráneo. El Estado virtualmente monopolizaba el comercio exterior: la yerba y el tabaco abastecían el consumo del sur del continente; las maderas valiosas se exportaban a Europa. La balanza comercial arrojaba un fuerte superávit. Paraguay tenía una moneda fuerte y estable, y disponía de suficiente riqueza para realizar enormes inversiones públicas sin recurrir al capital extranjero. El país no debía ni un centavo al exterior, pese a lo cual estaba en condiciones de mantener el mejor ejército de América del Sur, contratar técnicos ingleses que se ponían al servicio del país en lugar de poner al país a su servicio, y enviar a Europa a unos cuantos jóvenes universitarios paraguayos para perfeccionar sus estudios. El excedente económico generado por la producción agrícola no se derrochaba en el lujo estéril de una oligarquía inexistente, ni iba a parar a los bolsillos de los intermediarios, ni a las manos brujas de los prestamistas, ni al rubro ganancias que el Imperio británico nutría con los servicios de fletes y seguros. La esponja imperialista no absorbía la riqueza que el país producía. El 98 por ciento del territorio paraguayo era de propiedad pública: el Estado cedía a los campesinos la explotación de las parcelas a cambio de la obligación de poblarlas y cultivarlas en forma permanente y sin el derecho de venderlas. Había, además, sesenta y cuatro estancias de la patria, haciendas que el Estado administraba directamente. Las obras de riego, represas y canales, y los nuevos puentes y caminos contribuían en grado importante a la elevación de la productividad agrícola. Se rescató la tradición indígena de las dos cosechas anuales, que había sido abandonada por los conquistadores. El aliento vivo de las tradiciones jesuitas facilitaba, sin duda, todo este proceso creador.

El Estado paraguayo practicaba un celoso proteccionismo, muy reforzado en 1864, sobre la industria nacional y el mercado interno; los ríos interiores no estaban abiertos a las naves británicas que bombardeaban con manufacturas de Manchester y de Liverpool a todo el resto de América Latina. El comercio inglés no disimulaba su inquietud, no sólo porque resultaba invulnerable aquel último foco de resistencia nacional en el corazón del continente, sino también, y sobre todo, por la fuerza de ejemplo que la experiencia paraguaya irradiaba peligrosamente hacia los vecinos. El país más progresista de América Latina construía su futuro sin inversiones extranjeras, sin empréstitos de la banca inglesa y sin las bendiciones del comercio libre.

Pero a medida que Paraguay iba avanzando en este proceso, se hacía más aguda su necesidad de romper la reclusión. El desarrollo industrial requería contactos más intensos y directos con el mercado internacional y las fuentes de la técnica avanzada. Paraguay estaba objetivamente bloqueado entre Argentina y Brasil, y ambos países podían negar el oxígeno a sus pulmones cerrándole, como lo hicieron Rivadavia y Rosas, las bocas de los ríos, o fijando impuestos arbitrarios al tránsito de sus mercancías. Para sus vecinos, por otra parte, era una imprescindible condición, a los fines de la consolidación del estado olígárquico, terminar con el escándalo de aquel país que se bastaba a sí mismo y no quería arrodillarse ante los mercaderes británicos.

El ministro inglés en Buenos Aires, Edward Thornton; participó considerablemente en los preparativos de la guerra. En vísperas del estallido, tomaba parte, como asesor del gobierno, en las reuniones del gabinete argentino, sentándose al lado del presidente Bartolomé Mitre. Ante su atenta mirada se urdió la trama de provocaciones y de engaños que culminó con el acuerdo argentino–brasileño y selló la suerte de Paraguay. Venancio Flores invadió Uruguay, en ancas de la intervención de los dos grandes vecinos, y estableció en Montevideo, después de la matanza de Paysandú, su gobierno adicto a Río de Janeiro y Buenos Aires. La Triple Alianza estaba en funcionamiento. El presidente paraguayo Solano López había amenazado con la guerra si asaltaban Uruguay: sabía que así se estaba cerrando la tenaza de hierro en torno a la garganta de su país acorralado por la geografía y los enemigos. El historiador liberal Efraím Cardozo no tiene inconveniente en sostener, sin embargo, que López se plantó frente a Brasil simplemente porque estaba ofendido: el emperador le había negado la mano de una de sus hijas. La guerra había nacido. Pero era obra de Mercurio, no de Cupido.

La prensa de Buenos Aires llamaba «Atila de América» al presidente paraguayo López: «Hay que matarlo como a un reptil», clamaban los editoriales. En septiembre de 1864, Thornton envió a Londres un extenso informe confidencial, fechado en Asunción. Describía a Paraguay como Dante al infierno, pero ponía el acento donde correspondía: «Los derechos de importación sobre casi todos los artículos son del 20 o 25 por ciento ad valorem; pero como este valor se calcula sobre el precio corriente de los artículos, el derecho que se paga alcanza frecuentemente del 40 al 45 por ciento del precio de factura. Los derechos de exportación son del 10 al 20 por ciento sobre el valor...» En abril de 1865, el Standard, diario inglés de Buenos Aires, celebraba ya la declaración de guerra de Argentina contra Paraguay, cuyo presidente «ha infringido todos los usos de las naciones civilizadas», y anunciaba que la espada del presidente argentino Mitre «llevará en su victoriosa carrera, además del peso de glorias pasadas, el impulso irresistible de la opinión pública en una causa justa». El tratado con Brasil y Uruguay se firmó el 10 de mayo de 1865; sus términos draconianos fueron dados a la publicidad un año más tarde, en el diario británico The Times, que lo obtuvo de los banqueros acreedores de Argentina y Brasil. Los futuros vencedores se repartían anticipadamente, en el tratado, los despojos del vencido. Argentina se aseguraba todo el territorio de Misiones y el inmenso Chaco; Brasil devoraba una extensión inmensa hacia el oeste de sus fronteras. A Uruguay, gobernado por un títere de ambas potencias, no le tocaba nada. Mitre anunció que tomaría Asunción en tres meses. Pero la guerra duró cinco años. Fue una carnicería, ejecutada todo a lo largo de los fortines que defendían, tramo a tramo, el río Paraguay. El «oprobioso tirano» Francisco Solano López encarnó heroicamente la voluntad nacional de sobrevivir; el pueblo paraguayo, que no sufría la guerra desde hacía medio siglo, se inmoló a su lado. Hombres, mujeres, niños y viejos: todos se batieron como leones. Los prisioneros heridos se arrancaban las vendas para que no los obligaran a pelear contra sus hermanos. En 1870, López, a la cabeza de un ejército de espectros, ancianos y niños que se ponían barbas postizas para impresionar desde lejos, se internó en la selva. Las tropas invasoras asaltaron los escombros de Asunción con el cuchillo entre los dientes. Cuando finalmente el presidente paraguayo fue asesinado a bala y a lanza en la espesura del cerro Corá, alcanzó a decir: «¡Muero con mi patria!», y era verdad. Paraguay moría con él. Antes, López había hecho fusilar a su hermano y a un obispo, que con él marchaban en aquella caravana de la muerte. Los invasores venían para redimir al pueblo paraguayo: lo exterminaron.
Paraguay tenía, al comienzo de la guerra, poco menos población que Argentina. Sólo doscientos cincuenta mil paraguayos, menos de la sexta parte, sobrevivían en 1870. Era el triunfo de la civilización. Los vencedores, arruinados por el altísimo costo del crimen, quedaban en manos de los banqueros ingleses que habían financiado la aventura. El imperio esclavista de Pedro II, cuyas tropas se nutrían de esclavos y presos, ganó, no obstante, territorios, más de sesenta mil kilómetros cuadrados, y también mano de obra, porque muchos prisioneros paraguayos marcharon a trabajar en los cafetales paulistas con la marca de hierro de la esclavitud. La Argentina del presidente Mitre, que había aplastado a sus propios caudillos federales, se quedó con noventa y cuatro mil kilómetros cuadrados de tierra paraguaya y otros frutos del botín, según el propio Mitre había anunciado cuando escribió: «Los prisioneros y demás artículos de guerra nos los dividiremos en la forma convenida». Uruguay, donde ya los herederos de Artigas habían sido muertos o derrotados y la oligarquía mandaba, participó de la guerra como socio menor y sin recompensas. Algunos de los soldados uruguayos enviados a la campaña del Paraguay habían subido a los buques con las manos atadas. Los tres países sufrieron una bancarrota financiera que agudizó su dependencia frente a Inglaterra. La matanza de Paraguay los signó para siempre.

Brasil había cumplido con la función que el Imperio británico le había adjudicado desde los tiempos en que los ingleses trasladaron el trono portugués a Río de Janeiro. A principios del siglo XIX, habían sido claras las instrucciones de Canníng al embajador, Lord Strangford: «Hacer del Brasil un emporio para las manufacturas británicas destinadas al consumo de toda la América del Sur». Poco antes de lanzarse a la guerra, el presidente de Argentina había inaugurado una nueva línea de ferrocarriles británicos en su país, y había pronunciado un inflamado discurso: «¿Cuál es la fuerza que impulsa este progreso? Señores: ¡es el capital inglés!». Del Paraguay derrotado no sólo desapareció la población: también las tarifas aduaneras. los hornos de fundición, los ríos clausurados al libre comercio, la independencia económica v vastas zonas de su territorio. Los vencedores implantaron, dentro de las fronteras reducidas por el despojo, el librecambio y el latifundio. Todo fue saqueado y todo fue vendido: las tierras y los bosques, las minas, los yerbales, los edificios de las escuelas. Sucesivos gobiernos títeres serían instalados, en Asunción, por las fuerzas extranjeras de ocupación. No bien terminó la guerra, sobre las ruinas todavía humeantes de Paraguay cayó el primer empréstito extranjero de su historia. Era británico, por supuesto. Su valor nominal alcanzaba el millón de libras esterlinas, pero a Paraguay llegó bastante menos de la mitad; en los años siguientes, las refinanciaciones elevaron la deuda a más de tres millones. La Guerra del Opio había terminado, en 1842, cuando se firmó en Nanking el tratado de libre comercio que aseguró a los comerciantes británicos el derecho de introducir libremente la droga en el territorio chino. También la libertad de comercio fue garantizada por Paraguay después de la derrota. Se abandonaron los cultivos de algodón, y Manchester arruinó la producción textil; la industria nacional no resucitó nunca.

(...)

La triple Alianza sigue siendo todo un éxito.

Los hornos de la fundación de Ibycuí, donde se forjaron los cañones que defendieron a la patria invadida, se erguían en un paraje que ahora se llama Mina-cué -que en guaraní significa Fue mina.

Allí, entre pantanos y manquitos, junto a los restos de un muro derruido, yace todavía la bese de la chimenea que los invasores volaron, hace un siglo, con dinamita, y pueden verse los pedazos de hierro podrido de las instalaciones deshechas. Viven, en la zona, unos, pocos campesinos en harapos, que ni siquiera saben cuál fue la guerra que destruyó todo eso.

Sin embargo, ellos dicen que en ciertas noches se escuchan, allí, voces de máquina y truenos de martillos, estampidos de cañones y alaridos de soldados.


Eduardo Galeano

Paraguay: Muero con mi patria

Con esa última frase en sus labios, el 1º de marzo de 1870, en Cerro-Corá, el Mariscal Francisco Solano López, herido, agotado y desangrado, medio ahogado, moribundo y anegada en sangre el agua inmunda del arroyo que, caído sentado, lo circundaba, recibió un tiro de Manlicher que le atravesó el corazón. Ahí quedó, muerto de espaldas, con los ojos abiertos y la mano crispada en la empuñadura de su espadín de oro –en cuya hoja se leía "Independencia o Muerte"-. "O, diavo do López!" ["Oh, diablo de López!"], comentó el recluta del Imperio brasileño mientras pateaba el cadáver. Las últimas palabras del Mariscal eran algo más que una metáfora: ya casi nada quedaba del Paraguay, toda su población masculina entre los 15 y 60 años había muerto bajo la metralla. Muchísimas mujeres y niños también, cuando no por las balas, por las terribles epidemias de cólera y fiebre amarilla, o simplemente sucumbieron de hambre. Por supuesto, tampoco quedaron ni altos hornos, ni industrias, ni fundiciones, ni inmensos campos plantados con yerba o tabaco, ni ciudad que no fuera saqueada. Apenas si un montón de ruinas cobijaba a los fantasmales trescientos mil ancianos, niños y mujeres sobrevivientes. Se condenó al país a pagar fortísimas indemnizaciones por "gastos de guerra". Paraguay perdió prácticamente la mitad de su territorio, que pasó a formar parte de Brasil y de Argentina (las actuales provincias de Misiones y Formosa).

Cinco años antes, al comenzar la guerra de la Triple Alianza, el Paraguay de los López era un escándalo en América. El país era rico, ordenado y próspero, se bastaba a sí mismo y no traía nada de Inglaterra... Abastecía de yerba y tabaco a toda la región y su madera en Europa cotizaba alto. Veinte años había durado la presidencia del padre, don Carlos Antonio López, hasta su muerte en 1862, y desde entonces la del hijo Francisco Solano. El Paraguay tenía 1.250.000 habitantes, la misma cantidad de la vecina Argentina de entonces (¡Se exterminó en la guerra nada menos que al 75% de la población!). El país era de los paraguayos. Ningún extranjero podía adquirir propiedades, ni especular en el comercio exterior. Y casi todas las tierras y bienes eran del Estado. La balanza comercial arrastraba un saldo ampliamente favorable, y carecía de deuda externa. Contaba con el mejor ejército de Sudamérica. Tenía altos hornos y la fundición de Ibicuy fabricaba cañones y armas largas. Funcionaba el primer ferrocarril de latinoamérica, un telégrafo y una poderosa flota mercante. El nivel de la educación popular también era el primero del continente. Además, Paraguay era un importante productor de algodón, materia prima que necesitaba el capitalismo inglés en su etapa de expansión imperialista para su industria textil, principal motor de su economía. El bloqueo al sur esclavista de la Confederación, que proveía de algodón a la industria inglesa, producido por la guerra de Secesión norteamericana (1861-1865), hizo indispensable para los intereses británicos la destrucción de tal nación soberana.

Esos intereses manipularon al círculo de influencia del emperador del Brasil y al partido mitrista y la oligarquía porteña y montevideana, hasta promover el vergonzoso exterminio espeluznante de todo un pueblo, que incluyó de paso a las montoneras argentinas. Verdaderamente, como se ha dicho, la guerra de la Triple Alianza fue la guerra de la Triple Infamia. Lo cierto es que la marcha final de siete meses de los últimos héroes paraguayos hacia Cerro-Corá, doscientas jornadas por el desierto, bajo el ardiente sol tropical, constituye una de las páginas más sórdidas pero también más gloriosas de la historia americana. Soldados abrazados por la fiebre o por las llagas y extenuados por el hambre, sin más prendas que un calzón, descalzos porque los zapatos, como el morrión y las correas del uniforme, han sido comidos después de ablandar el cuero con agua de los esteros. Todos están enfermos, todos escuálidos por el hambre, todos heridos sin cicatrizar. Pero nadie se queja. No se sabe adónde se va, pero se sigue mientras no sorprenda la muerte. Conduce la hueste espectral el presidente y mariscal de la guerra Francisco Solano. Si no ha podido dar el triunfo a los suyos, les ofrecerá a generaciones venideras el ejemplo tremendo de un heroísmo nunca igualado.

Cinco años después, el gran Paraguay de los López quedó hundido, con todo su pueblo, en los esteros guaraníes. Desde entonces el Foreing Office quedaría como dueño absoluto de la región y dejaría desarticulada, por lo menos durante un largo período que todavía sufrimos, la posibilidad de integrar en una sola nación a la Patria grande. La gran causa iniciada por Artigas en las primeras horas de la Revolución, continuada por San Martín y Bolívar al concretarse la Independencia, restaurada por la habilidad y energía de Rosas en los años del "sistema americano", y que tendría en el Gran Mariscal Francisco Solano López su adalid postrero.

Pero ya una año antes de Cerro-Corá, viejo y pobre en su destierro de Southampton, don Juan Manuel de Rosas, que por sostener lo mismo que López había sido traicionado y vencido en Caseros por los mismos que traicionaron y vencieron ahora al mariscal paraguayo, se conmovió, profundamente emocionado, ante la heroica epopeya americana. El Restaurador miró el sable de Chacabuco que pendía como único adorno en su modesta morada. Esa arma simbolizaba la soberanía de América; con ella San Martín había liberado a Chile y a Perú; después se la había legado a Rosas por su defensa de la Confederación contra las agresiones de Inglaterra y Francia. El viejo gaucho ordenó entonces que se cambie su testamento, porque había encontrado el digno destinatario del sable corvo de los Andes.

El 17 de febrero de 1869, mientras Francisco Solano López y el heroico pueblo guaraní se debatían en las últimas como jaguares decididos que se niegan a la derrota, Rosas testó el destino del "sable de la soberanía":

"Su excelencia el generalísimo, Capitán General don José de San Martín, me honró con la siguiente manda: 'La espada que me acompañó en toda la guerra de la Independencia será entregada al general Rosas por la firmaza y sabiduría con que ha sostenido los derechos de la Patria'.

"Y yo, Juan Manuel de Rosas, a su ejemplo, dispongo que mi albacea entregue a su Excelencia el señor Gran Mariscal, presidente de la República paraguaya y generalísimo de sus ejércitos, la espada diplomática y militar que me acompañó durante me fue posible defender esos derechos, por la firmeza y sabiduría con que ha sostenido y sigue sosteniendo los derechos de su Patria".

lunes, 19 de noviembre de 2007

Carta de Chico Diabo Traducida

Carta de Francisco Eusebio Carvalho, alias “Chico Diabo”, traducida al español por Celestino Rivera, intérprete y traductor oficial del Duque de Caxias. Esta carta-confesión busca echar luz sobre hechos transcurridos recientemente y de sumo interés para los literatos de Buenos Aires y Montevideo. Conozcan otras caras de la barbarie.
Algunas zonas del escrito se quemaron, no se sabe si intencional o accidentalmente, falta la primera página:

“… saliendo del ingenio. Suplantar las 12 horas en el ingenio de azúcar por la tropa parecía una salida, tenga en cuenta usted que no hay honra en el ingenio ni en la esclavitud; aunque gozara los beneficios de la libertad de vientre seguía siendo mulato. La alegría de que mi patrón (duque de Caxias) me ofreciese integrar la tropa y luchar una guerra ya ganada de ante mano, es algo a lo que no me podía negar (…) Uno no ve la miseria real hasta no entrar al campo, sabe? El estruendo de los cañones comienzan por darle vigor, una energía incomprensible; hasta no ver a mi hermano muerto con el cráneo deshecho por una bala no pude borrar mi sonrisa y placer al ver y escuchar los cañones. Ese mismo día, el que le deshicieron la cabeza a Zéquinha también probé mis destreza con el sable, también pagué mi torpeza en mi carne, con un sablazo paraguayo en mi hombro derecho. Recuerdo ese atardecer rojo en Curapayti, viéndolo desde una camilla, en retirada; en la derrota me bauticé, como se dice, en la guerra (…) Los gritos de un hombre que deliraba de fiebre no me dejaban dormir, se llamaba Amorin y era sertonejo, al parecer la infección causada por una bala le estaba por dar el golpe de gracia. Otra lección aprendí, los cuerpos son frágiles y no reflejan la valentía de los hombres, por más coraje que tuvieran Amorin o Zéca, los dos son débiles en cuerpo. Hasta el duque si se expusiera al sol en el ingenio o a las balas en Curupayti sufriría, los rangos no hacen a un hombre de carne y hueso.
Mis siguientes batallas no fueron tan memorables pero entre el fuego, las espadas y las cicatrices me forjé como cabo, aunque me conocían por ser demasiado benévolo, nunca maté a un prisionero paraguayo y siempre les di agua (…) El duque de Caxias nos recordaba nuestro sacro deber, defender al Imperio y la gloria de Don Pedro, frente a la sangrienta dictadura que aplastaba al pueblo del paraguay, nosotros estábamos liberando a paraguay, por eso nunca maté o violé a civiles ni prisioneros. Pero la guerra; el cuerpo no responde al alma y mientras ésta se encomienda a dios y pide paz su cuerpo terrenal se desmiembra por el hierro de la bala y se deshace en golpes a soldados desarmados y gentes indefensas. Recuerdo un pueblo que tomamos, mitad indígena mitad cristiana, entre gritos y abucheos nos recibían, no se rendían y entre los alaridos oíamos “esclavos” y “asesinos”. El duque mandó amordazar y hacer fusilar a todos los hombres mayores de 12 años, digo y afirmo con entero orgullo que como cabo me opuse (…) Las quemaduras, golpes, oprobios, duelen más cuando te las da tu seguridad, tu compañía, tu amistad, te deja solo, despojado. El duque en persona me golpeo, lo hacia para mejorarme y enseñarle al resto también, que mulato que no sirve al imperio no sirve para nada.
Lloré a solas mientras mis compañeros destruían Asunción, permanecí en las afueras como apoyo, era considerado un cobarde, un blando. La verdad es que la guerra no me había ablandado, al contrario, me dejó duro y seco. Quería venganza, mi cuerpo que en los días de júbilo bailaba y cantaba en las procesiones, quería vengarse; vengarme de tener que haber derramado sangre, vengarme de abandonar los cielos límpidos por cielos llenos de ceniza y gritos, vengar a mi hermano, con su cráneo deshecho; quería un culpable. Ya no me interesaba si tenía que matar a un brasileño, argentino o paraguayo, me daba igual aunque alguien lo iba a pagar, la maldad me redimiría. Es hasta hoy que cuando siento el filo frío en mi carne, que aunque sea débil, desea tomarlo para destrozarse en él o destrozar otras carnes (…)
La guerra estaba en su fin y el duque juntó a 4.500 soldados para destruir el último bastión del ejército del paraguay, en cerro Corá. Mi posibilidad, solo eso buscaba y si hallaba la muerte en mitad del camino bienvenida sea, le mostraría todos mis dientes. Entre la mata y armado con un hacha avancé al trote mientras la caballería se adelantaba; en un claro un puñado de personas nos aguardaba. Mi hacha me liberaba del peso de ser un soldado más, era mi castigo pero también mi redención no frente al duque ni frente a los otros soldados solamente frente (…) Yo lo quería a él, solo a él. Entre el tumulto de personas lo buscaba, enfurecido buscaba a mi presa y mi serenidad en el combate se transformo en ira, hambre, desesperación. La batalla continuaba y los hombres agotados daban sus últimos golpes; circulando y buscando a mi presa juré que de no encontrarlo me suicidaría o mataría al duque de Caxias, cuando lo vi. Vestido en su traje azul lleno de medallas, ya no tenía sable y comía su propia bandera (…)
Dicen que mi grito no fue de este mundo, y frente a mis compañeros atónitos le di mi preciso hachazo en medio de su cara, abatido cayó, presa del pánico, lo se. Con sonrisa mandinguera destruí su rostro y mientras su hijo gritaba “un coronel paraguayo jamás se rinde”, le sacaba diente por diente.
La tropa estupefacta intentaba asimilar mi cara bañada en sangre con el alarido, cuando volví en mí solo atine a ponerme de pie y repartirle a la tropa los dientes de Francisco Solano López (…)”
(Nota del traductor)
La última parte esta quemada, pero se deduce que el apodo “Chico Diabo”, o diablo, proviene de esta historia. Los indios que presenciaron la posesión, no por un espíritu pero si no por la malignidad que ellos atribuyen a los blancos; jamás habían oído semejante alarido de muerte por parte de un mulato. Cuentan que el mal de Chico lo llevó a matarse o perderse, ya que desapareció en la jungla luego de esta confesión. Esta será otra historia más de estas tierras, donde por azares del tiempo vinimos de alguna manera a parar todos, otra historia de pasión, magia y horror que forman la América.

Carta del Mariscal Caxias al Emperador Pedro II

Las pruebas abundan, pero hay una que supera a todas en elocuencia y en autoridad. En la biblioteca del Museo Mitre hay un folleto de 13 páginas, que lleva este título: Despacho privado del Marques de Caxías, mariscal del ejército en la guerra contra el Gobierno del Paraguay, a Su Majestad el Emperador del Brasil, don Pedro II.

Caxías es un viejo soldado y al tiempo de firmar el texto que se reproduce parcialmente a continuación, comanda en jefe los ejércitos imperiales. El lugar de data es: Cuartel general en marcha en Tuiucue; la fecha, 18 de noviembre de 1867. Caxías anoticia a don Pedro porque el soberano le ha requerido información, que el marqués envía privadamente aludiendo a "la situación e incidentes más culminantes de los Ejércitos Imperiales". "Todos los encuentros-anota- todos los asaltos, todos los combatientes habidos desde Coimbra a Tuiuti, muestra, y sostienen de una manera incontestable que los soldados paraguayos son caracterizados de una bravura, de un arrojo, de una intrepidez, y una valentía que raya a ferocidad sin ejemplo en la historia del mundo".

"...Su disciplina proverbial de morir antes que rendirse y de morir antes de hacerse prisioneros porque no tenía orden de su jefe ha aumentado por la moral adquirida, sensible es decirlo pero es la verdad, en las victorias, lo que viene a formar un conjunto que constituye a estos soldados, en soldados extraordinarios invencibles, sobrehumanos.

"López tiene también el don sobrenatural de magnetizar a sus soldados, infundiéndoles un espíritu que no puede apreciarse bastantemente con la palabra; el caso es que se vuelven extraordinarios; lejos de temer el peligro lo acometen con un arrojo sorprendente; lejos de economizar su vida, parece que buscan con frenético interés la ocasión de sacrificarla heroicamente, y de venderla por otra vida o por muchas vidas de sus enemigos" (...)

"El número de soldados de López es incalculable, todo cálculo a ese respecto es falible, porque todo cálculo ha fallado" (...)

"Vuestra Majestad, tuvo por bien encargarme muy especialmente el empleo del oro, para acompañado del sitio allanar la campaña del Paraguay, que venía haciéndose demasiadamente larga y plagada de sacrificios, y aparentemente imposible por la acción de las armas; pero el oro, Majestad, es materia inerte contra el fanatismo patrio de los Paraguayos desde que están bajo la mirada fascinadora, y el espíritu magnetizador de López".

"...soldados, o simples, ciudadanos, mujeres y niños, el Paraguay todo cuando es él son una misma cosa, una sola cosas, un sólo ser moral indisoluble..."

"...¿cuánto tiempo, cuántos hombres, cuántas vidas y cuántos elementos y recursos precisaremos para terminar la guerra es decir para convertir en humo y polvo toda la población paraguaya, para matar hasta el feto del vientre de la mujer...? (*)

(*) Fuente: León Pomer, La guerra del Paraguay. Política y negocios, Centro editor de América Latina, pp. 230-231.

Anécdotas histórica de Cerro Corá

Antes de describir mi viaje a Punta Porá –hoy Pedro Juan Caballero-, que lo hice en junio de 1906, quiero dejar constancia de las conversaciones que, años antes, he tenido con el General Patricio Escobar, hoy finado.

Es más de una ocasión, me pedía el nombrado General que, si algunas vez tuviese que irme a Punta Porá, lo avisase á tiempo para acompañarme hasta Cerro Corá, donde cayó prisionero al terminar la Guerra –de 1865 a 1870- y deseaba volverlo á ver antes de morir á la vez que mostrarme la sepultura del Mariscal Francisco Solano López.

A esto yo le replicaba diciendo que de aquel entonces á la fecha de nuestra conversación, han transcurrido cerca de 50 años, que todo habrá cambiado allá; lo que era entonces campo sería hoy monte…motivo por el cual me parecía que le sería casi imposible hallar aquella sepultura. A este mi pesimismo contestaba que él se había fijado bien dónde fué sepultado el Mariscal: en medio mismo de dos árboles que tendrían de diámetro de 4 á 5 pulgadas y distantes, uno de otro, unas 8 á 10 varas, y que si existen dichos árboles, esperaba encontrar el lugar y mostrármelo.

Continuaba yo mis giras pastorales por los pueblos de la República, cuando me resolví misionar en aquel lejano pueblo de Punta Porá, avisé al General comunicándole el tiempo de mi próxima visita á aquel apartado departamento y él fué á esperarme en su estancia ganadera de Aramburu-cué.

Llegado á la nombrada estancia, misioné allí durante tres días, al cabo de los cuales emprendí viaje para Cerro Corá junto con el General y los sacerdotes que me acompañaban, quienes fueron: el Dr. Narciso Palacios y José Natalicio Rojas, llegando al histórico lugar nombrado el día 1 de junio á las 12.35 p.m. y hospedándonos en un rancho, depósito de alambres custodiado por el brasilero de nombre Ovidio Freire.

Hecho una ligera comida, montamos todos á caballo y nos dirigimos al lugar buscado. Llegados allí el General detuvo su montado, quedó un momento pensando –como haciendo una reminiscencia-, dirigió la mirada a su alrededor y vió los dos árboles –á que más de una vez se refería mucho antes del viaje- que son curupay-itá, distantes, uno de otro, unas 10 varas y teniendo cada uno de 17 á 18 pulgadas de diámetro. El general dijo: “de aquí al Paso-tuyá del río Aquidabán-niguí habrá de setecientos á ochocientos metros”; lo que verificamos de visu y lo encontramos á esa distancia.

Perfectamente orientado el General Escobar me dijo: “Monseñor, yo voy á ponerme aquí de rodillas para jurarle que en medio mismo de estos dos árboles está la sepultura del Mariscal López”. Yo le contesté que no había necesidad de tal juramento, que me bastaba su categórica afirmación.

A pocas varas del árbol, que quedaba al Oeste del otro, había tres ó cinco plantas de tala –yuasy-y-, lugar en que estaba la Carpa de mando del Mariscal y que –muerto éste- fué ocupado por el Jefe brasilero, quien lo era el General Cámara. Me mostró el montículo –distante del lugar donde nos encontrabamos, unas 150 varas-, al pié del cual había sido él (Escobar) colocado –en aquel entonces Coronel, promovido á General después de la guerra acompañado de sus pocos soldados famélicos y conservando, allí mismo, sus fusiles empabellonados.

Me dijo más. “Prisionero yo, el General Cámara me hizo llamar y me preguntó si conocía al General Roa, le contesté que sí y que mucho lo estimaba; entonces me inquirió si no tenía inconveniente en ir á buscarlo y traerlo ante él, á lo que yo contesté que con mucho gusto lo haría.” Y continúa el General Escobar: “momento después, se me trae un caballo ensillado y se me pasa una espada brasilera para ceñirme; á esto dije que –“no pudiendo llevar esa arma-iría sin ella”; se me pregunta el por qué, y yo contesté: “porque he jurado no tomar arma enemiga contra mi patria”. Dicho esto “se me mandó entre mis soldados prisioneros y recién entonces fueron recogidos por fuerzas brasileras nuestros fusiles empabellonados”.

Continúa el General Escobar: “Inmediatamente á mi negativa, hizo llamar al Mayor Medina ?…vecino de Limpio, ya prisionero, quien –sin dificultad alguna- aceptó caballo y espada brasilera y acompañado de un pelotón de soldados brasileros- se dirigió hacia la boca de la picada del Chirigüelo y, poco tiempo después, se oyó una descarga de fusilería y entonces me dije: han matado al General Roa.”

Toda esta referencia me hizo el General Escobar durante nuestra ida de Aramburu-cué á Cerro Corá. Y dijo más: que, cuando estaba acampado cerca de la Laguna de Capiyvary las tropas del General Roa y la carretería –á cargo del entonces Coronel Escobar- un día aquel llamó a éste y le leyó la orden que acababa de recibir del Mariscal –quien se encontraba en Cerro Corá- mandando que hiciera atar sobre el pértigo de una carreta al Mayor Limpieño y lo condujera ante él para dársele el castigo merecido. ¿Cuál era su delito? Las familias que acompañaban al Ejercito se habían quejado porque dicho Mayor las había saqueado abriendo sus cajas é incautándose de sus alhajas, lo que había llegado á conocimiento del Mariscal.

Viendo el General Roa que, si cumplía la orden superior recibida, el referido Mayor moriría martirizado antes de llegar donde el Mariscal, hizo llamar al Coronel Escobar –que era su íntimo amigo y confidente-, le expuso el caso y éste le dijo que, según su manera de ver, podía mandar al Mayor preso y bien custodiado, detrás de una carreta, y que cuando salga de la picada del Chirigüelo –distante una legua larga de Cerro Corá- se le atara sobre el pértigo. Así resolvieron hacer.

Pero, es el caso que cuando las carretas salían de la nombrada picada, fue atacado Cerro Corá por las fuerzas brasileras y muerto el Mariscal López, lo que, como era natural, causó una gran confusión. En este entrevero se escaparía y caería prisionero el Mayor Limpieño, de quien ya hemos hablado.

El General Escobar me confesó que siempre ha creído que el aludido Mayor había sido el causante de la muerte del General Roa, y más le confirmó lo que vá á continuación. Me dijo el Gral Escobar que cierta ocasión, le visitó al Mayor y, hablando ambos de episodios de aquella guerra, aquel preguntó á éste si alguna vez se ha recordado del General Roa y le contestó que sí; entonces le dijo: ”Cada vez que lo recuerde, rece por su alma, pues á él le debe Ud. su vida”. Le relató la orden del Mariscal que había recibido Roa para su prisión. Cuando el Mayor oyó tan patético relato, “, dice el General Escobar, que dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos y entonces me confirmé en mi creencia de que él fué el causante de la muerte del General Roa”.

Téngase en cuenta que –después de 30 años- estoy escribiendo esta anécdota, por eso me he olvidado constatar en su debido lugar, lo que sigue: Me dijo el General Escobar que á unos pasos de la Carpa de López, fue muerto su hijo Pancho, de 18 años de edad, y Coronel; que á una cuadra de allí, estando el Vice Presidente Sánchez entre algunas carretas, se le intimó rendición y él –sacando su espada- dijo: “un paraguayo no se rinde” y entonces lo balearon, ignorando Escobar donde fueron enterrados estos dos. Como los soldados brasileros apenas enterraron la mitad del cuerpo de López, se presentó Madama Linch ante el General Cámara pidiendo permiso para hacerlo sepultar mejor y –habiéndosele concedido la gracia solicitada- hizo cavar en el mismo lugar una fosa de una vara de profundidad y lo enterró. (sic)

Continúa…la narración del General Escobar. Me motivó el lugar mismo en que se entregó por prisionero refiriéndome las circunstancias que rodearon al hecho, y son como sigue: Encargado de la conducción de las carretas en que venían elementos de guerra, enfermos…y en medio de la picada de Chirigüelo, vió en el monte –á unas varas del camino- á una señorita (cuyo nombre y apellido me contó, pero los he olvidado) á quien fué á verla y le pregunta el porqué no seguía con la comitiva, á lo que ella respondió llorosa diciendo: que su mamá no podía ya caminar por habérsele desollado las plantas de los pies y que, por eso, quedaba allí para atenderla. Entonces el Coronel Escobar –quien, me consta, era hombre de muy buen corazón- dispuso que la señora enferma fuera alzada en la carreta y su hija la siguiera á piés; así se hizo.

Como al salir la carretería de la picada se oyeron los últimos tiroteos –que terminaron con el Mariscal y la guerra de cinco años- el Coronel Escobar reunió los pocos soldados que tenía y se adelantó con ellos para prestar auxilio á los que estaban en Cerro Corá. Algunas cuadras antes de llegar topó con un Capitán brasilero que conducía como cien soldados, quien le ordenó se rindiera porque López había muerto y la guerra estaba terminada.

El General Escobar le dijo que: si López ha muerto la guerra estaba terminada, pero que él no se entregaría si no se le comunicaba por escrito la muerte del Mariscal; á esto el el Capitán brasilero saca su revólver para tirarle cuando se presenta entre los dos contendientes aquella misma señorita –cuya madre con los pies desollados venía en la carreta- y dice al Capitán: “Señor, no mate á este hombre –se refería á Escobar- que es nuestro salvador”.

Al ver sorprendido el Capitán la actitud enérgica y decidida de la señorita, preguntó quien era ese Jefe, á lo que éste contestó: “yo soy el Coronel Escobar”, al oír esto, preguntó: “¿es Ud. el Coronel Escobar?, y cuando éste le dijo que sí, sacó del bolsillo de su chaqueta una tarjeta y se la entregó. En dicha tarjeta decía un alto Jefe brasilero: “Cuando encuentren al Coronel Escobar trátenlo con toda consideración”. ¿Donde estará esa tarjeta? El Gral. Escobar me dijo que tenía entre la colección de sus papeles; ¿en manos de quién estará hoy? !Dios que lo sepa!

El Capitán brasilero –atento á la exigencia y ley de Guerra- mandó ante su Comando á un soldado en busca de la orden escrita ó sea la constatación escrita de la muerte de López y recién entonces el Coronel Escobar se dió por prisionero con su poca y debilitada tropa.

Dormimos sobre nuestra colcha; al día siguiente –2 de junio de 1906-, ensillados los montados, me despedí del Gral. Escobar –quien regresaba á Aramburu-cué para yo seguir viaje a Punta Porá – y me dijo: “mi Obispo, algunas cuadras más allá del arroyo Chirigüelo, á la izquierda del camino, si éste no se ha cambiado, habrá una planta de donde salen tres ramas; si la encuentra, rece un responso por el alma de Venanciom López –hermano del Mariscal- quien murió allí”. Efectivamente á poca distancia después de pasar el citado arroyo, encontré la planta –guayayví- con tres ramas salidas de un mismo tronco; allí me detuve y rezamos, junto con mis sacerdotes, responses por el alma del finado.

Aquí termino el relato que me hizo el Gral. Escobar y del viaje que hicimos hasta Cerro Corá. Yo no pongo en duda toda la anécdota que me refirió, pues, me consta –por conocerlo bien- que era un hombre muy observador y veraz en relatos históricos”.


Juan Sinforiano Bogarín

Arzobispo

Asunción, setiembre de 1936

sábado, 10 de noviembre de 2007

La Proclama del gran mariscal

Mail enviado por mi buen amigo Max con referencia a la proclama del mariscal a sus tropas antes de su muerte en manos de los bandeirantes.

por si no sepas, soy fanatico de esa historia y del mcal lopez, y no pierdo una sola oportunidad para contarla... es una historia impresionante, lastimosamente mucha gente en py no valora y no sabe, pero creo que igual los que sabemos tenemos que difundirla para que nunca se olvide, que si hoy existe un pequeno pais llamado paraguay es porque todo un pais sucumbio para que asi sea....

te recomiendo que leas, por si no lo hayas leido ya, El napoleon del plata (no me acuerdo de los autores, son dos franceses creo) Proceso a los falsificadores de la historia de py de Garcia Mellid, es un libro viejo pero buenisimo, y por supuesto Genocidio americano de Chiavenato, y para seguir con la misma linea, por si te interesa, te recomiendo fuertemente que le leas a natalicio gonzalez, para mi el mas grande pensador paraguayo de todos los tiempos, que lastimosamente esta olvidado, sus mejores ensayos para mi son El paraguay eterno y El estado servidor del hombre libre, este tipo escribio toda una teoria sobre el desarrollo de un modelo politico netamente latinoamericano haciendo fuertes criticas al liberalismo colonizador y hambreador...

bueno, un fuerte abrazo y hablamos

Max

P.S me olvidaba, tambien esta el libro de arturo bray, soldado de la gloria y del infortunio, ahi podes encontrar la proclama del mariscal, una cosa impresionante, que yo pienso que todos los pyos deberiamos saberlo de memoria, dice mas o menos asi (si no me falla la memoria) podes buscarlo para despues publicarlo en la red:

'Si los restos de mis ejercitos me han seguido hasta este postrer momento, es que sabian que yo, su jefe, sucumbiria con el ultimo de ellos en este ultimo campo de batalla.
El vencedor no es el que queda con vida en el campo de batalla, sino aquel que muere por una causa bella.
Seremos vilipendiados por una generacion surgida del desastre, que llevara en su sangre, como un veneno, el odio del vencedor.
Yo sere mas escarnezido que vosotros, sere puesto fuera de la ley de Dios y de los hombres, me hundiran bajo el peso de montanas de ignominias... pero llegaran nuevas generaciones y aclamaran la gloria de nuestra inmolacion, y surgire desde lo mas profundos abismos de la calumnia para ser lo que necesariamente tendre que ser ante las paginas de la historia'

viernes, 9 de noviembre de 2007

El mayor Asesino de la historia Americana

Su nombre es Luís Filipe Maria Fernando Gastão de Orléans tambien conocido como el conde d'eu, fue nombrado mariscal del ejercito por el Emperador Pedro II y sucedio en la direccion de la guerra a el Duque de Caxias, es conocido como heroe nacional en el brasil, pero su actuacion en la ultima parte de la guerra es de la mas diabolica realizada en suelo sudamericano, responsable de las batallas de Piribebuy donde degollo al comandante paraguayo y encerro a todos los heridos dentro de la iglesia de Piribebuy para luego prender fuego a la iglesia para que se quemen vivos, es tambien responsable de la batalla de acosta nu, donde ordeno que se degolle hasta el ultimo nino combatiente que abrazaban las piernas de los soldados bandeirantes para que no los matases, ninos menores de 10 anos y las madres encondidas en los matorrales salian al auxilio de sus hijos, echo que motivo su ira y ordeno que se incendiace los matorrales para que mueran los supervivientes junto con sus madres.

Si tienen historias contadas por sus abuelos o antepasados por favor hagan sus comentarios,

El holocausto Americano

Para todos los interesados en la mayor guerra registrado en suelo americano.
La historia del genocidio de una poblacion, de traiciones, amores, grandes batallas terrestres y navales, demostracion de grandes gestos de heroismos, y la lucha de un pueblo luchando por su supervivencia.
Antecedentes historicos, consecuencias.